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El arte de saber valorar

Recuerdo aquella tarde de febrero, precisamente estábamos en pleno verano, como comúnmente decimos en la costa, escuchando de fondo el cántico de los pericos mientras hojeaba Cien años de soledad, una de mis obras preferidas de Gabriel García Márquez.

Después de unos segundos disfrutando del balanceo en una mecedora color madera, con un empajado desgastado y además, rasgada por cargar los cuerpos, las luchas y los afanes de generaciones que en ella han descargado el peso de sus años.

Estas mismas las causantes de una arrullada sin igual, donde su sonido es el equivalente perfecto a una canción de cuna, las adecuadas para llevarte directo a los brazos de Morfeo, esas que se convierten en patrimonio, en herencia familiar por ser de los abuelos.

Por consiguiente, es preciso añadir cómo diría en “Vivir para contarla”, de Gabo, “porque para nosotros sólo existía una en el mundo: la vieja casa de los abuelos en Aracataca, donde tuve la buena suerte de nacer”.

Así mismo, sólo quienes creen en la magia están destinados a encontrarla por esta razón aquellas mecedoras sólo serían conservadas por esas personas que valorarían su esencia.

Por un momento me escapé de la realidad, dejé que mi mente vagara en los recuerdos, aquellos que conocen la risa de la felicidad, pero también la nostalgia de los lamentos, viajando y encontrándome en el camino a los suspiros atrapados en la memoria, dispuestos a salir y resonar más fuertes cuando el silencio prevalece.

Naufragando en el mar de lo efímero, de la vanidad, de lo simple y de lo extravagante, recordar lo que era significativo, no necesariamente lo vivido, recordar, recordarla, y ahí estaba ella con su bello rostro, cabellera blanca similar a las nubes, su piel tersa y a la vez arrugada, pero intacta como aquel roble esquinero de flores moradas que siempre me hará recordarla con templanza y tenacidad.

Básicamente así estuve un par de horas, mientras los rayos del ocaso reflejaban en el agua de una fuente en forma de ángel, ubicada en el jardín central de una bella casa antigua, donde me encontraba en ese momento. Divagando y fluyendo entre pensamientos, ideas y ocurrencias, tratando de comprender un poco sobre la magia y la realidad, la esencia y la apariencia, la felicidad y la nostalgia.

Sin embargo, de aquel rostro terso y temple similar a un roble, aprendí a buscar la magia aún con las pupilas cerradas, podía percibir y aprender del viento, de su constante fluir mientras soltaba el peso de mi espalda, y confiaba en sentirla mientras el viento deambula a mi alrededor.

Empecé a sentir el aroma del café de las 4:00 de la tarde, mientras el viento me despeinaba pero no era necesario darle sentido al cabello, agradecía poder sentirlo mientras este rozaba mi piel, además valoraba el hecho de que pudiese acercarse y alejarse, sentía que con él se desprendían fragmentos de recuerdos o situaciones que prefería lejanas de mí.

Cabe resaltar, la delicadeza con la que el sol llegó, no interrumpió la armonía de mi momento, al contrario su esplendor hizo vanagloriarme del lugar donde me encontraba.

Entre suspiros, recuerdos que acariciaban mi memoria, aromas y sabores que me transportaban al baúl de los momentos más significativos de mi infancia, donde aprendí el arte de valorar la esencia que se esconde detrás de lo poco admirado.

La magia detrás de lo que no se incluye en el estereotipo de lo comúnmente clasificado belleza perfecta. Para mí, la magia es despertar y poder admirar, admirarte vida, gracias por regalarme la oportunidad de presenciarte.


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